Es parte de un proyecto cuidadosamente diseñado de ingeniería social, orientado a moldear desde la infancia tanto la conducta como la ideología de las nuevas generaciones.

Este chocolate, junto con los contenidos y métodos de la Nueva Escuela Mexicana (NEM), son piezas que encajan perfectamente en una misma maquinaria: el adoctrinamiento progresivo impulsado por el régimen de la 4T.

A través de una contradicción deliberada —prohibir comida chatarra privada mientras se impone un producto estatal igualmente azucarado— el gobierno genera escasez, informalidad y dependencia. Los niños, privados de alternativas, recurren a mercados negros escolares, donde la ilegalidad se vuelve práctica normal. Esta tolerancia estratégica a la economía informal no es accidental: es una forma de introducir a los menores en una lógica de transgresión permitida, donde las reglas solo aplican según quien las imponga. Es, ni más ni menos, una pedagogía de la anarquía funcional.

Este fenómeno responde al principio del agorismo, una corriente anarco-socialista que promueve la creación de mercados paralelos como forma de resistencia al sistema institucional. Aunque suene extremo, eso es lo que se está incubando en las aulas: no ciudadanos críticos y responsables, sino niños que aprenden desde temprana edad que operar al margen de la ley es válido si el Estado los empuja o si lo hacen con su consentimiento tácito.

Y aquí entra el papel de la NEM. Bajo la retórica de “inclusión”, “saberes comunitarios” y “justicia social”, este modelo educativo reemplaza el pensamiento científico y crítico por una visión ideológica colectivista, donde lo individual es sacrificado en favor de una supuesta comunidad homogénea. Es la fórmula clásica del marxismo pedagógico: formar al “hombre nuevo” que no piensa, sino que repite; que no cuestiona, sino que agradece; que no se pertenece, porque pertenece al Estado.

No es coincidencia que Mario Delgado, figura política de Morena, haya estado directamente involucrado en la estructuración de este modelo educativo. La politización de la educación ya no es una sospecha: es una realidad palpable. Y este chocolate que hoy parece un gesto simbólico es, en realidad, un emblema más de esa ideología. Como el chocolate Baracoa en Cuba o el chocolate Rey en Venezuela, estos productos no fueron diseñados para nutrir, sino para crear lealtad emocional y dependencia simbólica con el régimen. No eran alimentos: eran instrumentos de obediencia.

El riesgo que enfrentamos es profundo. Porque estos actos aparentemente menores están diseñados para reprogramar a una generación entera. Al moldear la mente del niño para aceptar la ilegalidad, justificar la contradicción, obedecer sin preguntar y consumir lo que el Estado ofrece sin cuestionar su origen ni propósito, se está desmantelando la posibilidad de una ciudadanía libre y pensante.

Esto es ingeniería social. No otra cosa. Es un experimento conductivista que utiliza mecanismos de refuerzo (como el chocolate) y normas contradictorias (como la prohibición selectiva) para diseñar comportamientos deseables al régimen. Es un sistema de adoctrinamiento suave, donde la imposición no se siente como violencia, sino como cuidado paternalista. Y esa es precisamente su mayor peligrosidad.

La NEM y el chocolate del bienestar son dos engranajes de un mismo sistema.
Uno moldea la mente, el otro condiciona el cuerpo. Juntos forman un aparato de transformación cultural profunda, cuyo resultado será una sociedad domesticada, dependiente y sin criterio. Si no lo detenemos ahora, mañana ya no quedará memoria de lo que significaba ser verdaderamente libre.

Este no es un problema de dulces, es un problema de libertad. Y la educación no debe ser el laboratorio de ningún experimento ideológico. Debe formar seres humanos capaces de pensar por sí mismos, no autómatas agradecidos al poder.

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