Todas las noches, hombres y mujeres jóvenes me mandan mensajes desesperados pidiendo ayuda. «Reza por nosotros», dice uno. «La situación es crítica, estamos preocupados», afirma otro.
Kabul está en estado de shock y perplejidad. La capital es el gran premio que le falta al Talibán.
He informado desde Afganistán durante más de una década. He entablado relaciones con mujeres periodistas, juezas, parlamentarias, estudiantes de universidad y activistas de derechos humanos.
Todas me dicen que dieron un paso hacia delante porque los estadounidenses y sus aliados les animaron a hacerlo. Durante 20 años Occidente inspiró, financió y cobijó a esta nueva generación de afganos. Crecieron con libertades y oportunidades que han hecho suyas.
En mi último viaje a Kabul hablé con comandantes del Talibán. Me dijeron que están determinados a reimponer su versión de la sharia, que incluye la lapidación por adulterio, la amputación de miembros por robo e impedir que las niñas mayores de 12 años vayan a la escuela.
Ese no es el Afganistán y el Kabul que estas jóvenes mujeres conocen ni quieren.
«Hay rumores de que cuando recuperen el poder matarán a todos los cercanos al gobierno y a los Estados Unidos. Tenemos miedo», me dijo una persona.
La única respuesta de Estados Unidos y de sus aliados occidentales a estos pedido de ayuda por el momento ha sido el silencio.
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