Vivimos en el mundo que ha creado la pornografía. Durante más de tres décadas, los investigadores han documentado que la pornografía desensibiliza a los consumidores frente a la violencia y propaga mitos sobre la violación y otras mentiras en torno a la sexualidad de las mujeres. Al hacer esto, se normaliza y se vuelve cada vez más generalizada, intrusiva y peligrosa, nos rodea de una manera más íntima y moldea la cultura a tal grado que se vuelve difícil siquiera reconocer los daños que provoca.

Una medida de este éxito es la creciente insistencia de los medios en referirse a las personas que se utilizan en la prostitución y la pornografía como “trabajadores sexuales”. Lo que se les hace no es sexo, en el sentido de intimidad y mutualidad, ni trabajo, en el sentido de productividad y dignidad. Los sobrevivientes de la prostitución la perciben como “una violación serial”, por lo que consideran el término “trabajo sexual” como una suerte de manipulación y abuso emocional. Cuando “el ‘trabajo’ de la prostitución queda expuesto, se destroza cualquier similitud con un trabajo legítimo”, escribieron dos sobrevivientes, Evelina Giobbe y Vednita Carter.

“En pocas palabras, sin importar que seas una acompañante de la ‘clase alta’ o una prostituta de la calle, cuando estás en una ‘cita’, tienes que ponerte de rodillas o acostarte de espaldas y dejar que ese hombre use tu cuerpo de la manera que quiera. Para eso pagó. Fingir que la prostitución es un trabajo como cualquier otro daría risa si no fuera algo tan grave”.

El “trabajo sexual” implica que las personas prostituidas de verdad quieren hacer algo que en realidad no decidieron hacer. Que no significan nada su pobreza, la falta de un techo, los abusos sexuales que sufrieron de niños, ser objeto de racismo, la exclusión de trabajos remunerados ni la paga desigual. Que son quienes la pornografía dicta que son, valiosos tan solo para su uso en ella.

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